Carne Coloreada -Por Adrián Cervantes -


Yo nunca he sido fan de los chilangos, pero en cambio las chilenas me motivan, salen en el FTV y parece que todo se detiene. Fue una de estas hijas de Santiago, perdida en la ciudad de las pistas de hielo artificiales, la culpable de que haya yo terminado gastando mi dinero y fin de semana rodeado de capitalinos.
Pero en fin, no estoy aquí para hablar de oriundismos, sino para hacerme pasar por crítico de arte y escribir, a manera de saltimbanqui mediocre, una reseña que me haga meritorio de una calificación decente en mi primer parcial. Advierto que no se fíen de una sola palabra que se lean aquí.
Ya con la chilena del brazo, a quien pondremos por nombre Maya, aunque viva en Tenochtitlan, fui al Museo Nacional del Arte, donde, además de guardias con cara de camellos y una cantidad considerable de turistas, había una exposición temporal llamada “La Carne y el Color”.
La Carne y el Color era… eso, carne y color (no filetes de res teñidos de naranja, que hubiera sido muy post moderno y muy happening y todas esas cosas que debato de madrugada en lunes, pero parece que en el Museo Nacional son de la vieja guardia y todavía creen en los frescos y las pinturas y esas cosas), el cuerpo humano tratado de diferentes formas y pintado de colores varios.
Los artistas variaban desde Picasso hasta el dedicado transeúnte que se tomara unos minutos de su tiempo para jugar con las obras interactivas que ofrecía el museo (en realidad era como un photoshop de petatiux que tenía digitalizadas las obras expuestas y lo dejaba a uno cambiarles de colores, pero ya ven, todos quieren ser artistas).
No eran demasiadas obras, apenas unas 30, por ahí había un pedacito del equivalente al papel bond del siglo XV en el que el mismísimo DaVinci había trazado una pierna, aunque estaba muy escondido y no lo habría visto si el hermano de Maya (que hacía un chaperón muy tolerable) no se nos hubiera perdido.
También había una mujer dibujada por Picasso, quien tenía la firme creencia de que las féminas son todas naranjas, o al menos así lo refleja su obra.




El mexicanísimo Clemente Orozco también se hizo presente con una obra de tamaño irrisorio para lo que me tiene acostumbrado acá en los edificios gubernamentales tapatíos. Con decir que no llegaba ni a los tres metros de alto:



Todos los demás artistas seguro eran una maravilla y sudaron la gota gorda antes de que alguien los considerara para adornar las paredes de museos nacionales, pero yo -que conozco de pintores lo mismo que de pasteles, es decir, los más comercialotes- no sabría repetir los nombres.

Es curioso como todas las exposiciones del planeta deben tener, por lo menos, un Cristo, una Virgen, algún santito o ya de perdida unos angelitos por ahí aleteando, aunque lo más común es verlos todos. Ya sé que en el arte moderno esto no es verdad, pero el arte moderno es una invención del Tec para hacerme ir a clases a las 7 de la mañana y en realidad no existe (ya sé que eso no tiene sentido, pero que una foto de latas de súper cueste 3 millones de dólares tiene mucho, mucho menos).

Pues acá había un Cristo y hasta le rezaban, o eso parecía (ver foto adjunta). ¿Quién lo pintó?, no se puede saber, se parece al de Velázquez, nada más que este voltea para arriba en vez de para abajo y no trae el pelo de partido a la mitad (se sospecha que ese Cristo de Velázquez fue la inspiración para los cortes de cabello emo que se usan hoy en día. Como dice la publicidad: Jesús es buena onda).




No sé si haya omitido algo de vital importancia, pero tengo la sospecha de que ya es todo. Si alguien tiene algún comentario sobre el sinsentido que es mi blog, por favor no me lo diga.

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